1
Llegó el día en que los ángelesa debían hacer acto de presencia ante el SEÑOR, y con ellos llegó también Satanás para presentarse ante el SEÑOR.
2
Y el SEÑOR le preguntó:—¿De dónde vienes?—Vengo de rondar la tierra, y de recorrerla de un extremo a otro —le respondió Satanás.
3
—¿Te has puesto a pensar en mi siervo Job? —volvió a preguntarle el SEÑOR—. No hay en la tierra nadie como él; es un hombre recto e intachable, que me honra y vive apartado del mal. Y aunque tú me incitaste contra él para arruinarlo sin motivo, ¡todavía mantiene firme su integridad!
4
—¡Una cosa por la otra! —replicó Satanás—. Con tal de salvar la vida, el hombre da todo lo que tiene.
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Pero extiende la mano y hiérelo, ¡a ver si no te maldice en tu propia cara!
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—Muy bien —dijo el SEÑOR a Satanás—, Job está en tus manos. Eso sí, respeta su vida.
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Dicho esto, Satanás se retiró de la presencia del SEÑOR para afligir a Job con dolorosas llagas desde la planta del pie hasta la coronilla.
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Y Job, sentado en medio de las cenizas, tomó un pedazo de teja para rascarse constantemente.
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Su esposa le reprochó:—¿Todavía mantienes firme tu integridad? ¡Maldice a Dios y muérete!
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Job le respondió:—Mujer, hablas como una necia. Si de Dios sabemos recibir lo bueno, ¿no sabremos recibir también lo malo?A pesar de todo esto, Job no pecó ni de palabra.
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Tres amigos de Job se enteraron de todo el mal que le había sobrevenido, y de común acuerdo salieron de sus respectivos lugares para ir juntos a expresarle a Job sus condolencias y consuelo. Ellos eran Elifaz de Temán, Bildad de Súah, y Zofar de Namat.
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Desde cierta distancia alcanzaron a verlo, y casi no lo pudieron reconocer. Se echaron a llorar a voz en cuello, rasgándose las vestiduras y arrojándose polvo y ceniza sobre la cabeza,
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y durante siete días y siete noches se sentaron en el suelo para hacerle compañía. Ninguno de ellos se atrevía a decirle nada, pues veían cuán grande era su sufrimiento.