Ni perfecta, ni atascada
De la Palabra de Dios:“No quiero decir que ya haya logrado estas cosas ni que ya haya alcanzado la perfección; pero sigo adelante a fin de hacer mía esa perfección para la cual Cristo Jesús primeramente me hizo suyo. No, amados hermanos, no lo he logrado, pero me concentro sólo en esto: olvido el pasado y fijo la mirada en lo que tengo por delante, y así avanzo hasta llegar al final de la carrera para recibir el premio celestial al cual Dios nos llama por medio de Cristo Jesús” (Filipenses 3:12-14, NTV).
Soy editora y hasta cierto punto es una profesión que va tras la perfección. Los ojos de un editor se entrenan para ver a vuelo de pájaro una falta de ortografía o un error gramatical. Te confieso que a veces agota porque, incluso sin quererlo, es lo primero que hago cuando empiezo a leer cualquier cosa. ¿Quiere decir que nunca me equivoco? ¡Claro que no! En este mismo blog a veces releo mis artículos y me doy cuenta de algo “que se me fue”. Y ahí mismo quedó por tierra la perfección.
La perfección es la meta de muchos aquí en la Tierra. Aquellos que tenemos algo de melancólicos en nuestro temperamento somos propensos al perfeccionismo. El problema es que entre el perfeccionismo y el orgullo hay, como dicen por ahí, una línea muy fina.
El perfeccionismo nos lleva a pensar que nadie puede hacer las cosas como nosotros y a no reconocer el esfuerzo de los demás. Y esto nos puede suceder en el mundo profesional, en el hogar y hasta en la iglesia.
La contrapartida de la perfección es la excelencia. Excelencia es buscar la máxima calidad dando lo mejor de uno mismo pero estando conscientes de que podemos equivocarnos o de que no todo saldrá como hubiéramos querido.
Pablo llegó a la conclusión de que la perfección estaba fuera de su alcance, los errores del pasado y las incapacidades del presente obstaculizaban llegar a esa meta. Sin embargo, él decidió que su enfoque no estaría en la perfección sino en avanzar, poner la mirada en lo que tenía por delante y llegar a la verdadera meta. ¿Cuál era? Terminar la carrera y así alcanzar la perfección para la cual Cristo nos alcanzó primero, el premio celestial, la vida eterna.
Pero es imposible avanzar si vamos mirando hacia atrás, ¿verdad? Trata de correr mirando hacia atrás y verás que muy pronto terminas en el piso. Así mismo sucede en la vida. No podemos avanzar si nuestra mirada está puesta en el pasado.
Los errores del pasado solo sirven para una cosa: aprender de ellos. Pero el que vive atascado en el pasado, se pierde la bendición de triunfar en el presente. Dios nos dice en su Palabra:
Pero olvida todo eso; no es nada comparado con lo que voy a hacer.
Pues estoy a punto de hacer algo nuevo. ¡Mira, ya he comenzado! ¿No lo ves?
Haré un camino a través del desierto; crearé ríos en la tierra árida y baldía.
Isaías 43:18-19
Dios hace cosas nuevas, constantemente. Incluso en lugares áridos o que aparentemente no pudieran dar fruto.
Si tú y yo vamos a correr con éxito esta carrera llamada vida cristiana, tenemos que avanzar mirando hacia delante, con los ojos puestos en la meta: el premio celestial. A eso nos ha llamado Dios, tal y como lo dice Pablo en el pasaje del principio.
Me encanta como lo dice Hebreos: Por lo tanto…quitémonos todo peso que nos impida correr, especialmente el pecado que tan fácilmente nos hace tropezar. Y corramos con perseverancia la carrera que Dios nos ha puesto por delante. (12:1, NTV)
Quitémonos el peso. Fíjate que los corredores usan ropa ligera. Cuando uno se sumerge a aguas profundas le ponen un peso pero luego, para subir, hay que soltar el lastre, el peso. Solo así se avanza. Quítate hoy el peso del pasado. Jesús no murió por ti para que luego tú siguieras cargando el peso de la culpa y el pecado.
Sí, quiero aprender de mis errores pasados, para no repetirlos, pero no vivo con la mirada puesta en “lo que pasó” sino en “lo que será”, la vida abundante que Dios me promete en Cristo, el triunfo celestial.
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