El Salvador
De la Palabra de Dios:“Además, hemos visto con nuestros propios ojos y ahora damos testimonio de que el Padre envió a su Hijo para que fuera el Salvador del mundo” (1 Juan 4:14, NTV)
¿Alguna vez te has puesto a pensar en José, el José de la Navidad? Es muy fácil leer el relato, pero si nos trasladamos a su tiempo, no era nada fácil que la mujer con la que planeaba casarse de repente estuviera embarazada ¡y ni siquiera de él! Dios sabía que tenía que hablar a este hombre de manera muy clara para que el temor a la sociedad no le paralizara y le impidiera ser parte de una historia con desenlace divino. De modo que escogió a un ángel para darle la noticia.
«José, hijo de David —le dijo el ángel—, no tengas miedo de recibir a María por esposa, porque el niño que lleva dentro de ella fue concebido por el Espíritu Santo. Y tendrá un hijo y lo llamarás Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados» (Mateo 1:20-21, cursivas de la autora).
Lo mismo hizo el ángel con María, en este caso narrado por Lucas:
«Concebirás y darás a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús» (Lucas 1:31, cursivas de la autora).
Y es precisamente en esta declaración del ángel que encontramos el nombre de Jesús que nos transforma la vida: “Jesús, Salvador”.
Si fuéramos a pronunciarlo en griego, sonaría más o menos así: Iesous (en el hebreo Yeshua). La definición literal es Jehová es salvación. Quiero que notes lo que Mateo destaca: él salvará. Según los comentaristas se usa esta frase para enfatizar que es este Jesús y no otro el que daría salvación. Pero no pasemos algo por alto algo que creo que fue lo que la mayoría de la gente del tiempo de Jesús no entendió. ¿Salvación de qué? De sus pecados.
Aquella generación esperaba un Salvador, pero en sus mentes la idea era más bien esta: Sálvanos de los romanos, sálvanos de la opresión extranjera, sálvanos de la esclavitud, de los impuestos… No entendieron, como todavía no lo entienden muchos, que la primera visitación de Jesús no tenía esas cosas como meta. Esta visitación tuvo un propósito mucho más grande, eterno: salvación de los pecados. Mientras no hay salvación de pecado, no hay esperanza para el fin de la opresión, la esclavitud, la miseria, el dolor, la enfermedad, la tristeza, la muerte.
Y el problema sigue siendo el mismo hoy. Muchos buscan a Jesús como Salvador, pero la salvación que quieren es demasiado pequeña y temporal. Salvación de crisis económica, salvación de relaciones rotas y vidas frustradas, salvación del yugo de la enfermedad. Y ¿sabes?, claro que él puede hacer eso, ¡y mucho más! Pero no fue meramente con ese plan que Jesús Salvador vino a nacer. Si así hubiera sido, nuestras vidas seguirían siendo el mismo manojo de problemas humanos que van y vienen.
¡No! Jesús vino para salvarnos del pecado, es decir, de todo lo que nos separa de Dios. Vino para salvarnos de la muerte inevitable que el pecado le impuso al mundo. Vino para establecer un puente por el que podemos caminar seguros y llegar al otro lado, más allá de esta vida, para poder mirar cara a cara al Dios que se hizo hombre y nació en Belén. ¡Y adorarle con eterna gratitud!
En la primera Navidad nació Jesús, el nombre ante el cual se doblará toda rodilla. El nombre que salva. No sé si alguna vez te ha sucedido pero en más de una ocasión el dolor o el temor me han hecho quedar sin palabras. Y entonces, un nombre: ¡Jesús!
Lo viví hace un tiempo, ante la sombra oscura de un examen médico. Lo he vivido en situaciones que no puedo en lo absoluto controlar. Y lo único que salva mi alma y mi mente de no caer en un abismo es justamente eso, susurrar entre lágrimas y casi sin fuerzas: Jesús, porque él es salvación.
Si estás viviendo situaciones así, recuerda, Jesús es tu Salvador, él vino por ti.
No dejes que la Navidad se te escabulla entre compras, compromisos, carreras de un lado a otro. Navidad es poner la mirada en un nombre: Jesús… el Salvador.
{Este artículo es parte del libro de lecturas devocionales “El corazón de la Navidad”. Más detalles en este enlace.}
© 2015 Wendy Bello
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