Nunca he sido adicta a drogas o al alcohol, pero he sufrido una adicción de otro tipo. De la nada, se me asomó el descubrimiento tal y como se descubre un cáncer de rápido avance. Decepcionada por su naturaleza socialmente aceptable, inicialmente no pensé que tenía un problema, hasta que era innegable. Hola, mi nombre es Kia y tengo una adicción a las redes sociales. Justo hace unos años era la mujer que no quería un teléfono móvil. “No necesito uno” discutía. A partir de entonces hice la transición hacia la mujer que no se despegaba de su celular. ¿A quién le importa si el resto del mundo tuiteaba, hacía FaceTime o se la pasaban en Instagram? Estaba contenta en mi cueva al lado de la de los Picapiedra. Luego probé el siglo 21 y me gustó. Me cambié a un teléfono inteligente, que contenía Facebook. Luego las cosas empezaron a cambiar cuando comencé un blog. Ahí es donde me sumergí dentro de la inmensidad como Michael Phelps: creándome un Twitter, Instagram, Google Plus y Pinterest. Todo el mismo día. Pronto me encontré a mí misma luciendo como el resto del mundo, con un dispositivo en una mano, deslizando a través de historias. Nos hemos convertido en una nación de adictos a las redes sociales, llevando los objetos de nuestra adicción a donde quiera que vamos. La responsabilidad de auto control yace en el individuo. Nosotros mismos tenemos que ser políticos. No hay logros pequeños de acuerdo a Adam Alter, un profesor de la Universidad de Nueva York que dice, “…cuando te dan un ‘me gusta’ en las redes sociales, todas esas experiencias producen dopamina, la cual es un químico asociado con el placer.” No estamos sujetos únicamente a nuestro poder de voluntad, sino acerca de un cambio químico en nuestro cerebro. He descubierto que Dios es el único remedio lo suficiente fuerte para liberarnos de las trampas de la tecnología. En él solamente, encontramos 10 buenas cosas que ninguna plataforma de redes sociales nos pueden ofrecer.