Las heridas ocurren. Nos pasa a todos y a menudo no las anticipamos. Ocurre en la familia, en las amistades, con colegas de trabajo y a veces hasta nos herimos a nosotros mismos. El tipo de heridas más confusas son, aquellas que ocurren sin motivo alguno. Quizás para ti es la persona de servicio al cliente que se supone debería estar ayudándote, pero sigue complicando todo para ti. Este escenario se da de una forma errada cada vez que ocurre. Asumes que la amabilidad es un requisito en la descripción de su cargo sin considerar por qué puedan estar comportándose de forma ruda en ese momento. O quizás estás tratando con una persona cercana quien constantemente no toma en cuenta tus gestos amables. Descartan tus sentimientos cuando los expresas y te tildan de “sensible” sin siquiera tratar de escucharte. No entiendes la falta de esfuerzos para cambiar, especialmente desde que has expresado vulnerablemente tus preocupaciones. Mientras interactuamos con personas en relaciones esperamos que se involucren como lo hacemos nosotros sin considerar que quizás ellos no valoren la relación en el mismo sentido que lo hacemos nosotros. Etiquetamos a las personas poco amables según nuestras justificaciones. Como humanos, cuando juzgamos duramente a otros simultáneamente nos cubrimos con gracia. En el momento que experimentamos negatividad, asumimos que la otra parte debe ser la fuente de la negatividad sin siquiera entender quiénes son realmente. Al observar nuestras situaciones con nuestros ojos y no con el corazón de Dios (1 Samuel 16:7) nos perdemos la oportunidad de ver el valor que Dios ha designado. Nos perdemos la soberanía de Dios cuando descartamos a las personas debido a nuestro dolor.