Desde nuestra simpatía y compasión común. En vez de rechazarnos los unos a los otros, recibimos al otro en una vida común de quebrantamientos, gracia, perdón y transformación. Nadie pasa desapercibido o es rechazado. Ya no hay necesidad de esconder nuestros quebrantamientos. Ya no queda nada que esconder (ya que todo se sabe) y no hay razón para esconderlo (ya que todo es perdonado). No hay necesidad de ponernos nuestra mejor “Cara de domingo”. Somos libres de confesar nuestras debilidades los unos a los otros sin miedo a la condena (Salmos 34:17-18), ¿o no? A pesar del hecho de que nos jactamos de “relaciones auténticas”, muy pocas personas en la iglesia llegan a disfrutar de ellas. Hablamos mucho acerca de “el camino, la verdad y la vida”, pero nos reúnen a todos en nuestras iglesias y la verdad de este discurso se hace silenciosa. Callamos el interior de nuestras propias almas y luchas personales. Nos escondemos del otro. Lo que tiendes a escuchar en la iglesia, en vez de honestidad del alma, es una conversación cliché adornada con palabras espirituales. “Bien,” nos decimos el uno al otro, “Estoy bien”. Aceptamos ese tipo de respuestas de otros y seguimos hablando de deportes, hijos o rutinas semanales. Pero, no estamos “bien” y lo sabemos. Todos somos personas quebrantadas (Romanos 3:23). Nuestro silencio es innecesario y destructivo (Salmos 32:3-5)